31/3/24

Sepulcro.

 Se rasgaron los velos y cayó el cielo hasta la cueva. 

“Déjate morir, aquí no eres nada, no tienes nombre ni familia. Eres el muerto al que nadie llora.

Viniste al foso común y el aire será tu lapida, que se lleve tu nombre, todos tus apegos humanos. Aquí solo necesitas descansar, dejar de ser un rostro que no te pertenece, regrésalo a la tierra.

Aquí todos olvidan quienes eran, ahora eres nada; descansa de tus sueños, suéltalos porque te pesan y deja que regresen a la mano que te los dio en primer lugar.

Suelta. Ya no es tuyo, no tienes una voz para rogar ni carne para sostenerte en pie ¿contra quien luchas? Si aquí solo hay paz. 

Olvídalo, no eras ni tu familia ni tus hijos. Tus errores yo los tomo y los hago ceniza, tus aciertos van a la misma hoguera; si tu memoria prodigiosa te pesa, déjala en la entrada. 

Nadie te espera, aquí no habrá reclamos ni ansiedades. Llegaste y te recibí para liberarte de la vida que te estorba. Aquí tendrás reposo, ten paciencia que la muerte llega para los que saben esperar.

Acompáñame a ver el milagro, en tres días  algo que se quebró se reparará y lo que estaba entero se hará polvo. Solo en mí se lograrán estos misterios, si te quedas en silencio y me acompañas a morir podrás ver la vida que resucito,  cumplida en plenitud”.

31/1/24

Belfast.

Juicio. Tres ancianos mirando al futuro declaran desde su plataforma, de este mundo y sus vicios sólo hay dos posibilidades: derribar los muros, cerrar la ciudad, morir en cuerpos humanos para sobrevivir la conciencia o huir del mar olvidando lo que somos. Pisar la tierra seca, armar con dolor una libertad recién nacida. 


Sentencian. Quien decida irse no podrá volver, quien decida quedarse no podrá salir. 

Los muros caerán tras sus razones, solo hay una respuesta correcta y nadie conoce la certeza. 

Todo lo que vemos se caerá o nacerá de nuevo, la vida como ha sido se convulsa para morir. 

Nacerá. 


Testigo. Fui la sirena que vio caer la Atlántida, en pedazos de oro puro se fue hasta el fondo marino la ciudadela y sus campanas. Tuve que mirar aquel remolino y, en las pirámides que caían destruidas, estaba la sensación que me aprisionaba: no podía detener esa caída con la fuerza de mis manos y solo pude verla irse, perdiéndose para siempre, inevitable y 

perfecta profecía.